Notre Dame. Tras los pasos del Jorobado

Hablar de Notre Dame y no hacer una referencia al Jorobado, es casi imposible. De hecho, creo que todos piensan en él cuando caminan por sus pasillos oscuros y helados o cuando suben las estrechas escaleras de caracol que llevan a las torres.

Mi búsqueda empezó el mismo día que llegué a París. Hacía mucho frío, amenazaba lluvia y mi estómago pedía a gritos algo para comer. Sin embargo no me importó, me bastó llegar al hostal, dejar mis cosas allí y continuar mi camino hacia la gran catedral de la Île de la Cité.
Necesitaba encontrarlo y nada me sacaba esa idea de la cabeza.

A penas llegué, se largó a llover. Así que con suerte pude sacar un par de fotografías antes de meterme corriendo al interior de la iglesia.
Allí el frío competía con el exterior, la humedad se sentía en cada roca y creo que la única diferencia era la oscuridad que la invadía. Los techos infinitos y los cirios encendidos, aumentaban esa sensación de estar caminando en el pasado. A pesar de la cantidad de turistas sacando fotografías, Notre Dame parecía esconder más cosas y sentías que, en cualquier minuto, te encontrarías con Arcediano dirigiéndose a sus oraciones.

 

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Si bien el interior de Notre Dame es gigantesco (y puedes comprar muchos recuerdos allí) y perfectamente podrías pasar horas analizando cada cuadro, cada escultura, cada vitral, mi meta era llegar donde Quasimodo. Por lo que pronto me despedí de las oraciones y santos, para salir hacia la entrada de las torres.

A pesar del clima y la lluvia (recomendación: no usen capas para el agua, terminarán mojado a todos), había fila para subir. Parecía que todos tenían la misma idea que yo.

Una vez que compré mi entrada (y un par de recuerdos), junto con el resto del grupo iniciamos la subida. Admito que los nervios me consumían, estaba a bastantes escalones de distancia, pero la emoción era sin igual. Vería la gran campana, vería las gárgolas, vería París a través de los ojos de Quasimodo y me convertiría en otro espectador que contempla la capital francesa desde las alturas.

Ah París… oh París…

 

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Cuando al fin llegué a la cima y me encontré cara a cara con las gárgolas o quimeras, quedé sin aliento. Cada detalle es exquisito, sus expresiones, su garras enterradas en la roca, contemplando, vigilando que la Gran Señora se mantenga impenetrable. Asustando a cualquiera que piense siquiera, en hacerle daño.

Me preguntó cómo llegaron allí estos demoníacos cuidadores, en qué momento de la historia decidieron asentarse en las torres principales para cuidar silenciosamente a la hermosa catedral. ¿A caso Nuestra Señora necesitaba de guardianes monstruosos que alejasen a los pecadores?

La respuesta se encuentra bajo piedra, guardada celosamente en los labios duros e inanimados de sus quimeras.

 

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La lluvia ese día estaba indecisa. Caía a ratos y a otros, se quedaba contenida en los cielos.
En un minuto que el agua no quiso caer, me escabullí hasta la gran campana y la vi, la toqué y sentí como hace tiempo inmemoriales esta entonaba oratorios que decoraban las calles de París.

Pero a pesar de estar allí, junto a la campana que él tocaba, mirando la ciudad que se extiende bajo mis pies, no había rastros de Cuasimodo. Podías sentirlo en cada viga que sujetaba la campana, incluso oírlo si cerrabas los ojos, pero su imagen era esquiva.

 

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Según los cuidadores, cuando llegan los turistas, Quasimodo se esconde en la otra torre para así evitar las miradas indiscretas de sorpresa y terror. Años de escondite, años como prisionero de santos y oraciones, lo habían entrenado para huir de todos y simplemente servir a Notre Dame como una leyenda.

 

Después de trescientos y tantos escalones que me llevaron de vuelta a la calle, decidí contemplar la catedral una vez más.

 

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Notre Dame me presentó a París sin el velo del romance, ni la ficción. Me mostró una ciudad que se expandía a su alrededor, bella y tentadora.
Nuestra señora me hizo sentir como Frollo observando a Esmeralda. Porque París, dentro de su perfecta sensualidad, te invitaba a recorrer sus calles, a adueñarte con cada pisada de sus rincones, a dejar tus votos atrás y sumergirte en las bellezas prohibidas de sus edificaciones.

Era como si todo en la capital fuese hermoso. Y allí, en medio de ese torbellino de emociones, Notre Dame se elevaba como la más bella de todas. La Madre de una ciudad dedicaba a la belleza.

 

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Y al fin entendí a Quasimodo. Notre Dame era su isla y París, su propio océano.

Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que la del follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capiteles sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies.

– Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, 1831

 

 

 

Datos extra

– Aunque no lo crean, la parte de los cuidadores es cierta. Si les preguntas por Quasimodo, te responden entre sonrisas, que él se encuentra en otra parte. Son tan geniales :D
– Para subir a la Torre se paga una entrada de 8,50€, pero si tienen el París Museum Pass pueden subir gratis.
– Notre Dame se encuentra en la Isla de la Cité y se puede llegar por metro (línea 4), tren (RER líneas B y C) y autobús (21, 38, 47, 85 y 96).
– Cuando se entra a la catedral, es ideal guardar silencio por respeto a quienes están orando. A fin de cuentas, es una iglesia.
– Notre Dame funciona de lunes a domingo en 2 horarios. De lunes a viernes de 8h a 18.45h y de sábado a domingo de 8h a 19.15h.
– Mayor información en los siguientes links: http://www.notredamedeparis.fr/ , http://www.paris.es/catedral-notre-dame y Wikipedia.

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